domingo, 31 de octubre de 2010

Demian






En estos momentos tuve una certeza fulminante: cada uno tenía una «misión», pero
ésta no podía ser elegida, definida, administrada a voluntad. Era un error desear nuevos
dioses, y completamente falso querer dar algo al mundo. No existía ningún deber,
ninguno, para un hombre consciente, excepto el de buscarse a sí mismo, afirmarse en
su interior, tantear un camino hacia adelante sin preocuparse de la nieta a que pudiera
conducir. Aquel descubrimiento me conmovió profundamente; éste fue el fruto de
aquella experiencia. Yo había jugado a menudo con imágenes del futuro y soñado con
papeles que me pudieran estar destinados, de poeta quizá, de profeta, de pintor o de
cualquier otra cosa. Aquellas imágenes no valían nada. Yo no estaba en el mundo para
escribir, predicar o pintar; ni yo ni nadie estaba para eso. Tales cosas sólo podían surgir
marginalmente. La misión verdadera de cada uno era llegar a sí mismo. Se podía llegar
a poeta o a loco, a profeta o a criminal; eso no era asunto de uno: a fin de cuentas,
carecía de toda importancia. Lo que importaba era encontrar su propio destino, no un
destino cualquiera, y vivirlo por completo. Todo lo demás eran medianías, un intento de
evasión, de buscar refugio en el ideal de la masa; era amoldarse; era miedo ante la
propia individualidad. La nueva imagen surgió terrible y sagrada ante mis ojos,
presentida múltiples veces, quizá pronunciada ya otras tantas, pero nunca vivida hasta
ahora. Yo era un proyecto de la naturaleza, un proyecto hacia lo desconocido, quizás
hacia lo nuevo, quizás hacia la nada; y mi misión, mi única misión, era dejar realizarse
este proyecto que brotaba de las profundidades, sentir en mí su voluntad e identificarme
con él por completo.

Había probado mucha soledad. Pero ahora presentí que había una soledad más
profunda, y que ésta era inevitable.



Demian - Herman Hesse

No hay comentarios:

Publicar un comentario